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sábado, 20 de octubre de 2012

DIARIOJAEN.ES


Miguel Hernández y Zabaleta



Jaén le dio a Miguel Hernández un poco de tranquilidad en medio de la guerra y un paisaje épico, poblado de aceituneros a quienes nunca quiso sumisos. Le dio Jaén amigos, como Herrera Petere o Pedro Garfias, y unas semanas llenas de la ternura y de la pasión sin límites de un poeta recién casado.
Venía del frente sur de Madrid, donde, en Ciempozuelos, le había visto la cara a la muerte cuando una bala le atravesó la hombrera de la chaqueta de pana. Había dejado atrás la batalla del Jarama y su nuevo destino en Jaén era para luchar (“tristes armas sino son las palabras”) con los definitivos fusiles de la razón.  

Apenas llega a nuestra ciudad, el día 4 de marzo de 1937, le escribe a Josefina Manresa palabras de impaciencia (“Prepárate para nuestro casamiento”) y, el 12, ya está de vuelta en Jaén con aquella mujer retraída y no demasiado dotada para la dicha, a quien aterraban los bombardeos y la inminencia de la muerte de su madre. Vivirá Miguel aquí casi dos meses ultimando su poemario “Vientos del pueblo” y dedicado a resistir contra los golpistas con versos y artículos que publicaba en la revista Altavoz del Frente Sur. Ni por un momento podrá olvidar su condición de hombre de nuevo mundo ni su nueva profesión de esposo soldado. Vive la doble entrega al pueblo y a Josefina con la efervescencia de alguien que, según escribe, ha poblado a su esposa de amor y sementera, y ha llegado hasta el fondo de la mujer-tierra, mientras se dispone a esperar como el arado junto al surco la llegada de su primer hijo.

En los mismo días que escribió Andaluces de Jaén (y, sin saberlo, nos regaló una bandera que cohesiona a los jiennenses), engendraría lo que más deseaba, a aquel primer hijo que, apenas nacido, se asomó al terror de la guerra y no quiso quedarse en la barbarie.    Ahora, Miguel Hernández ha regresado para vivir en los papeles de su archivo, un legado que, al decir de su nuera, llega a un lugar “donde se le quiere y donde fue más feliz”. En Quesada, pueblo nativo de Josefina Manresa, se instalará un museo dedicado al poeta enardecido por el mal incurable de la justicia. Quizá sea algo más que una afortunada casualidad el hecho de que la memoria del escritor vaya a convivir, en un edificio colindante, con el museo que recuerda a Zabaleta, aquel pintor tímido y tranquilo que resistió a la enfermedad de la posguerra con la discreción de los que crean mundos silenciosos. Luchó Zabaleta con las únicas armas que conocía, las de una pintura que buscaba las raíces de la realidad mientras se alejaba del arte imperante del nacionalcatolicismo, encabezado por Saénz de Tejada y su rebaño de pintores del conformismo. 

De ese modo, un poeta de carácter volcánico, pero contenido en la forma de sus versos, se codeará con un pintor de talante recortado, pero explosivo en el torrente de su pintura. Dos personajes unidos por Quesada y por el virus de los insomnes, por ese virus de la no resignación que marca a las personas excepcionales. 


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