José Sánchez del Moral
La herencia del poeta de Orihuela
Como
no podía ser de otra manera, faltaría más, porque la honestidad
periodista de nuestro rotativo provincial es un hecho fehacientemente
contrastable durante tanto tiempo, ahora, ha abierto, otra vez, la
ventana generosa para que salga por ella un aire hernandiano a todos los
ámbitos de Jaén.
En esta revista, qué duda cabe, han colaborado
firmas diversas del arco cultural de este Jaén, que no solo es aceituna
picual, sino Cultura puestas en letras versalitas, cuyo fondo y forma
adquiere un carácter especial al tratarse del orihuelense universal como
fue el pastorpoeta Miguel Hernández, que guardaba cabras mochas a pie
de un algarrobo, leía a los clásicos españoles y griegos, a instancias
de su padrino-mecenas Ramón Sitjé. De nuestro poeta podría escribir
tantas cosas, pero voy a constreñirme a un poeta que vivió en la calle
del también universal geógrafo Claudio Coello. Miguel, seguramente, al
oír las campanas de la Catedral se inspiraría en más de un poema
religioso, pues sabido es que su poesía religiosa formó parte de su
extensa verificación.
Casado con Josefina Manresa, de Quesada, la
tierra de Rafael Zabaleta, pintor de las geometrías, conoció a esta
tierra con sus virtudes y defectos, con unos olivos plantados con el
sudor y la sangre y el escaso jornal de unos hombres que trabajaban la
tierra “pa llevá a su casa una cachita de pan y dormir en colchones de
farfolla”.
Por eso, los olivaderos altivos y las piedras lunares
fueron la materia prima para hacer un bello y social poema que hoy se
canta en esta tierras pardas, o amargas, donde el olivar plateado de
Machado es nuestro buque insignia rumbo a los puertos de todo el mundo.
Comprometido con la causa republicana, ofició de periodista y portavoz
de la República en aquella guerra ciega donde la razón, los buenos modos
y la concordia compartida, se metamorfoseó en gusano de seda, digo de
ceguera, en aquella página triste de nuestra agridulce historia Diario
JAÉN, una vez más, y cuantas veces sean necesarias, nos ha presentado un
espejo en donde podemos ver, con la natural tristeza la valía
indiscutible de un poeta, que nunca tuvo unas pesetas, sino
sufrimientos, nanas de la cebolla y otras incontables miserias, hasta
que su temprana muerte dijo el adiós definitivo a este mundo, en donde
ricos y pobres tienen que entenderse a la fuerza, o con las pupilas
mirando de costado.
Miguel Hernández conoció Jaén, y algo aprendió de
él, y más aun haciendo el merecido honor al refrán centenario, “A quien
Dios quiso bien, casa le dio Jaén”, aunque fueran solo nueve meses los
vividos en la calle Llana, mecida por el viento de los recuerdos
hernandianos, aquel triste poeta sufridor de los horrores y errores de
la estúpida guerra civil española, una siniestra sombra que aún nos
persigue por los caminos del enfrentamiento.