Perceval y Rosario de Velasco. ¡Ay, quién fuera de Madrid!
Los que estamos en el Arte, andamos de enhorabuena viendo cómo en en museo Thyssen-Bornemisza, la pintura de Rosario de Velasco brilla en Madrid después de muchos años de haberlo hecho a solas.
La recuperación de cualquier artista olvidado constituye siempre una reparación que presenta la cara alegre del renacer a la que inevitablemente se opone la triste por la vía de la comparación; y digo esto porque ha sido conocer la vuelta de esta artista a su villa natal y se me viene a la mente la figura y obra de Jesús de Perceval, su amigo, su colega en el arte… y en el olvido.
Jubilado Café de Levante, en la Puerta del Sol madrileña, propiedad familiar que fue de la mujer de nuestro conde de Torre Marín: en su sótano, con muy poca luz y mucho trasto, vi un mural firmado por Perceval, con unas figuras esquemáticas vagantes en el firmamento… que allí estuvo hasta que iniciados los años setenta, y para convertir aquel local en la central de las zapaterías Los Guerrilleros, las reformas previas destruirían, noramala, aquella pintura en una de las ausencias del dueño, Ángel Hernández, mi sensible amigo accitano, al que aún recuerdo subiéndose por las paredes a lomos de la indignación.
Y no era para menos; a piquetazos, se había borrado la huella dejada allí por un Jesús de Perceval que a punto de cumplir los veinte años había llegado a un Madrid efervescente en todo, también en lo cultural, y en el que no le resultó difícil integrarse, merced a las buenas dotes de comunicador que poseía y con las que tan bien se manejaba en aquella tertulia de jóvenes pintores como Rafael Zabaleta o Rosario de Velasco… en la que no faltaba la asistencia esporádica de algún que otro consagrado tal como Aurelio Arteta al que Perceval le oyó sentenciar sobre su propia actividad de creador: que "el pintor es como un obrero, que pinta al igual que trabaja"... o lo hace, refiriéndose a él mismo, “para pagarse el hospital”… argumentos tan penosos como peregrinos, que hicieron que la mucha admiración de nuestro paisano por el vasco quedara reducida al mero aspecto de su pintura.
Una decepción esta compartida por Rosario de Velasco, la que era también clara seguidora del bilbaíno y ahí están para certificarlo su “Adan y Eva” de 1932, uno de los más bellos cuadros del siglo XX… o el presentado en julio de 1936 a la Nacional de Bellas Artes, en Madrid, una obra de premonitorio título: “La Matanza de los Santos Inocentes”, cuyo desarrollo había seguido en el estudio de la artista, un Perceval que en ese mismo año ha pintado un cuadro que él titulará “La Huída de Málaga” cuando lo envía en 1937, para ganar la medalla de oro, a la Internacional de París, la misma exposición del “Guernica” de Picasso, y el cual presentaba con la obra velasca coincidencias múltiples y ninguna -al contrario de la que cabría esperarse en razón del nombre- con “La matanza de los Inocentes” que el almeriense pintaría quince años después.
Él la llamaba Rosarito, no por rebajarla pues la sabía grande, sino por acortar los años que ella le llevaba, nueve, que son muchos cuando se tiene pocos, a la par que le quitaba también, y no sé por qué, el “de” a Velasco, cuando el duende de los nombres ya se le había adelantado borrando a la artista el segundo de sus apellidos que no era otro, y agárrense, que Belausteguigoitia, de pronunciación casi tan complicada como la convivencia en aquel tiempo que desembocará en el estallido de la Guerra cuya onda desplazará a Rosario a Barcelona y a Jesús a Valencia y ya no se reencontrarán hasta comienzos de los años cuarenta, en que de nuevo disfrutarán en Madrid de una amistad reforzada por la cercanía conceptual que tenían en sus obras, de las que por entonces se ocuparía Eugenio d’Ors en sus II y IV Salón de los Once.
Por testimonio directo del pintor supe que por esas fechas tanto él como Rosario aprendieron la vieja técnica romana de la encáustica del célebre pintor y muralista José Aguiar, cubano de nacimiento y canario de corazón, en su breve estudio madrileño, adelanto del que acabaría montando aquel artista en Pozuelo de Alarcón en 1947. Si el empleo de este procedimiento fue una constante en la obra de Perceval, el uso que de él hizo Velasco es un misterio que tal vez me desvele la visita que pienso, con gozo, hacer a su exposición.
Pasaron los años y Rosario retornó a Barcelona como Jesús a Almería y ya en los cincuenta fueron varias las visitas que el almeriense hizo a la ciudad condal, de una de las cuales procede la foto ilustradora de esta página, tomada en 1953 en la casa del crítico Rodríguez Aguilera, con cuya esposa, Mercedes de Prat, blusiblanca, aparecen Rosario de Velasco, con Perceval de perfil y Zabaleta de frente… Salvo estos pocos, fueron epistolares los contactos según constaba, y puede que conste, entre los fondos de Perceval hoy en el Instituto de Estudios Almerienses, pero me temo que la inquisición que expurgó con celo los papeles del archivo personal del pintor condenó a la hoguera a cuántas cartas lucían letra picuda de mujer.
Desde mi alegría por la reaparición de la gran artista agradezco -y envidio- el trabajo de familiares y profesionales, la colaboración del museo de Bellas Artes de Valencia y la acogida del Thyssen de Madrid. Así, a lo justo y generoso, es como mamá Almería tendría que presentar sus hijos artistas a las visitas, no encerrándolos, avergonzada de ellos, en el desván de la casa (museo de doña Pakyta), mientras muestra orgullosa en el salón (museo del Hospital) a los hijos del vecino. La verdad es que nunca he entendido el amor filial de Perceval. Tal parece el de aquel masoca que, hablando tan mal, tan bien decía: “contrimás me pegues más te quiero”; que lo suyo fue un amor incondicional y desde luego no correspondido y sin embargo jamás le oí quejarse de Almería… pero para eso estoy yo, para hacer la desiderata que él en más de una ocasión se plantearía en silencio, guardándola para sí: ¡Ay quién fuera de Madrid!
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