jueves, 5 de septiembre de 2024

RETRATO DE MIGUEL HERNÁNDEZ EN JAÉN: MEMORIA DE LOS ACEITUNEROS ALTIVOS www.elmundo.es/andalucia

 Jaén constituye una arrinconada estancia en la vida del poeta, pero ninguna capital y provincia de España han hecho tanto por enaltecer su memoria.



Casa de la calle Llana de Jaén donde residieron el poeta Miguel Hernández y su esposa, Josefina Manresa.M.M.P.

Actualizado 

Miguel Hernández llega a Jaén como comisario político al servicio de la República el 3 de marzo de 1937. Será un primer contacto con la ciudad porque solo seis días después, el 9 de marzo, el poeta-soldado contrae matrimonio con la quesadeña Josefina Manresa en el juzgado de Orihuela, en un acto sencillo oficiado por el alcalde. El joven matrimonio vuelve a Jaén, donde disfruta de una luna de miel hecha de paseos por los olivares, baños en una alberca próxima a la Senda de los Huertos y tardes de trabajo en la azotea de la nueva casa, ubicada en la calle Llana, a un salto de la Catedral, próxima a los palacios donde desde el siglo XVII residían los miembros del cabildo.

Hay una fotografía de aquellos días donde Josefina pasa a limpio los poemas de su marido en una máquina de escribir mientras el poeta dicta los versos. Es una foto que Andrés Pérez Bálmez disparó con su Leica, una imagen llena de ternura y mutua comprensión que simboliza la estancia de la pareja en la capital y que adelanta los versos que por aquellos días el escritor compuso y que hoy constituyen la praxis literaria de una provincia entera: «Andaluces de Jaén / aceituneros altivos...».


En los treinta y dos años de vida del poeta, Jaén constituye una arrinconada estancia. En cambio, ninguna capital y provincia de España han hecho tanto por enaltecer la memoria del poeta. En Quesada, en la localidad natal de Josefina Manresa, abre sus puertas la Fundación Legado Literario Miguel Hernández, junto al museo del pintor Rafael Zabaleta. Es un centro de estudios para los exégetas del poeta-soldado, el repositorio donde se conservan los documentos más importantes del autor de El rayo que no cesa. En Jaén, Miguel Hernández escribe para Frente Sur y viaja a los pueblos del norte de Andalucía para arengar a las tropas que se enfrentan al ejército franquista.

A primeros de mayo de 1937 los poetas Antonio Machado y Miguel Hernández están en lugares distintos. El primero asiste a un congreso en Valencia de apoyo a la República y el autor de Perito en lunas está apostado como corresponsal en las barricadas de la sierra de Andújar, frente al asedio al santuario de la Virgen de la Cabeza. Miguel Hernández sentía una honda admiración por don Antonio que en Apuntes para una geografía emotiva de España escribe: «¡Qué bien los nombres ponía / quien puso Sierra Morena / a esta serranía!».

Aquellos días a los pies del Cerro del Cabezo el pastor de Orihuela no abandona la poesía, pero sí la lírica contemplativa. En el santuario resistían desde hacía nueve meses más de mil personas entre guardias civiles, mujeres e hijos. Al frente de aquella sublevación se puso el capitán Cortés al que reiteradamente le piden que deponga su actitud y anuncie su rendición. Después de varios intentos de asedio el santuario es finalmente tomado por las brigadas republicanas y el poeta describe aquella gesta como la victoria del pueblo frente al opresor. «El estampido se oía doble, aullante, con un interminable fragor de lobo», escribe para la publicación de izquierdas.

Tras la rendición, los guardias civiles presos son trasladados a Valencia y sus familiares a El Viso del Marqués. La pequeña imagen gótica de la Virgen de la Cabeza, que se apareció según la tradición en la noche del 12 de agosto de 1227 al pastor de Colomera, Juan de Rivas, desaparece para siempre, escribiendo así una de las páginas más enigmáticas del pasado siglo en la provincia.

Miguel Hernández regresa esos días a Jaén en compañía de su esposa y meses después su vida se convierte en un permanente renglón torcido. Josefina Manresa era modista y se había enamorado del poeta al ver una fotografía suya en un periódico local. Solo tenía un traje y Hernández sentía vergüenza de que lo vieran siempre con el mismo. Su padre, que era un energúmeno, lo apartó pronto de la escuela y lo llevó a cuidar el rebaño de cabras. Nunca quiso a su hijo. Se cree que al morir de tuberculosis en el reformatorio de adultos de Alicante, donde no lo visitó ni una sola vez, dijo a quienes le conocían: «Él se lo ha buscado».

La primera vez que Miguel anduvo por Madrid fue por noviembre de 1931. Se trajo de aquí la admiración hacia Federico y, sin saberlo, su desdén. Después intimó con el chileno Pablo Neruda, que le dedica en Confieso que he vivido las alabanzas que racaneó a buena parte del Veintisiete. Durante la dictadura sus libros estuvieron prohibidos y hubo que esperar a los ochenta para que en el Parque del Oeste de Madrid le levantaran un monumento de mármoles, tan ajenos a sus poemas, y un rosetón de bronce donde esculpieron el retrato que en 1940, solo dos años antes de morir, le hizo Antonio Buero Vallejo. Por cierto, al conocer su muerte el dramaturgo escribió: «Miguel Hernández es un poeta necesario, eso que muy pocos poetas, incluso grandes poetas, logran ser». José Luis Ferris, su más eximio biógrafo, dijo de él: «Miguel Hernández fue un hombre generoso que no recibió mayor pago que la inclemente maza del desamor y la impiedad».

Por eso a la poesía de Miguel Hernández solo se puede llegar a través de las lágrimas. No hubo en el pasado siglo un poeta que más humanidad y compasión despertara. Uno lee en El rayo que no cesa: «No perdono a la muerte enamorada, / no perdono a la vida desatenta, / no perdono a la tierra y a la nada». Y esas tres líneas nos devuelven, como las pesadillas recurrentes, el rostro sin vida de su amigo Ramón Sijé, con la misma violenta pena que sentiremos el día que nos falte a quien tanto hemos querido.

Es poco conocida la historia del poeta en tierras de Portugal. Los últimos días de abril y primeros de mayo de 1939, en los estertores de la guerra civil, cuando otros como Alberti ya se habían procurado la salvación, el poeta-soldado trató de escapar de la barbarie y de sus perseguidores en dirección a Portugal. Su intención era viajar hasta Lisboa y traer con él a su esposa y su hijo Manolo Miguel, inspirador de la Nana de la cebolla. Tenían previsto pedir amparo en la embajada de Chile, donde sus amigos, el diplomático Carlos Morla y el poeta Pablo Neruda, habían tramitado el asilo de los tres. Pero la mala suerte, la mala estrella que siempre pareció pender sobre el destino del poeta, quiso que en la estación de Moura, al tratar de vender un reloj de oro que le había regalado el chileno, fuera detenido y extraditado a España. Lo que sucedió una vez aquí es conocido por todos. Solo José María de Cossío Vicente Aleixandre se mantuvieron fieles. Fue delatado, apresado, peregrinó de cárcel en cárcel hasta que halló la muerte en el reformatorio de adultos de Alicante el 28 de marzo de 1942. Murió con los ojos abiertos y nadie pudo cerrarle los párpados.

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